¿Fotografiarías a una persona muriéndose delante de ti?

¿Fotografiarías a una persona muriéndose delante de ti? ¿O dejarías la cámara de lado e intentarías salvar su vida por todos los medios? Perdona lo violento de la pregunta, pero necesitaba llamar tu atención sobre una realidad que muchas de las personas que se dedican al fotoperiodismo viven todos los días en primera persona.

Tú sígueme la corriente.

Si tu respuesta a mi pregunta inicial ha sido “¡Pero qué narices! Claro que dejaría de fotografiar, socorrería a esa persona primero”, entonces mi siguiente pregunta es ¿siempre? ¿actuarías así siempre, incondicionalmente? ¿incluso si fueras por ejemplo… reportero de guerra?

Hace poco tuve el placer de charlar con Javier Arcenillas, Ganador del World Press Photo del año pasado. Su exposición de fotografías, ganadora en la categoría “Long Term Projects”, no te deja indiferente. A través de nuestro televisor o en los medios impresos y online estamos acostumbrados a ver imágenes de mucha crudeza, de guerras y de violaciones de derechos humanos. Pero cuando contemplas una exposición de esta naturaleza o hablas con uno de estos reporteros gráficos, sientes como si atravesases esa fotografía en la exposición y te trasladases al otro lado, te da la sensación de estar ahí, en el lugar de la acción, junto al reportero, mirando desde detrás de su hombro.

Te das cuenta de que esas imágenes no nos llegan así porque sí. Esas fotografías no las hace un robot desprovisto de emociones. Esas imágenes nos llegan porque alguien tiene como trabajo vivir rodeado de ese tipo de escenas, diariamente, capturarlas y transmitirlas para nosotros.

Conflicto bélico
Fotografía de James Nachtwey

¿Te gustaría probar…?

Vamos a imaginarnos que eres ese fotoperiodista. Te han mandado a un país en situación de conflicto. Aterrizas y el primer día ya estás viendo a gente de toda condición y de toda edad morir delante de ti. Al principio piensas “que le den al fotoperiodismo, voy a echarle una mano a esta persona moribunda”, pero al cabo de muy poco tiempo la confusión empieza a apoderarse de ti.

—Debo salvar la vida a esta persona. El fotoperiodismo es una segunda prioridad. Primero van las personas —piensas, muy decididamente al principio.

—Ya pero, ¿y si este señor que tenemos tendido aquí en el suelo fuera el jefe del clán de los malos, o el más sangriento de los asesinos? ¿quién sabe lo que habrá hecho…? —responde tu otro yo.

—¿Y qué? Si es persona hay que socorrerla igualmente. Independientemente de su condición de buena o mala —contestas.

—Muy bien pero ¿y si por intentar socorrerlo se te echan todos estos rebeldes encima, listillo? —pregunta tu otro yo, retador.

—Pues… pues… no sé, ahmmm.. a ver.. tampoco voy a dejar que el tío se desangre delante de mí y yo haciéndole foticos alegremente ¿no? No pienso estar de brazos cruzados —respondes, con voz inconformista.

—¡No lo estás tío! —grita tu otro yo mientras señala la cámara que cuelga de tu cuello—. Tienes los brazos ocupadísimos fotografiando estas atrocidades, transmitiendo al mundo entero el fiel retrato de la horrible realidad que viven los ciudadanos de este país. Tu trabajo puede ayudar a dar visibilidad sobre lo que está pasando aquí y a cambiar la realidad de este lugar para siempre, y para mejor.

—Ya pero es que, si no intervengo… —murmuras, desconcertado.

—No puedes intervenir —insiste tu otro yo—. Tu noble misión de fotoperiodista tiene sentido mientras pases desapercibido, mientras te vean imparcial. Tienes acceso a estos lugares y puedes contarle al mundo lo que ocurre con tus fotos solamente mientras te mantengas al margen, mientras sigas siendo invisible y transparente. En el momento en que descuelgas tu cámara réflex del cuello —continúa tu otro yo—, la dejas en el suelo y te dispones a “intervenir”, en ese preciso momento pierdes tu “inmunidad periodística”, te conviertes en alguien visible, en un blanco fácil. Pierdes tu armadura o traje protector de fotoperiodista.

Vamos a pausar en este punto nuestro relato, afortunadamente ficticio para ti y para mí. Quería que hiciéramos este pequeño ejercicio de empatía con las personas que, cámara en mano, tienen que poner en riesgo su vida (y a veces su integridad síquica también) para contarnos lo que ocurre en remotas partes del mundo.

¿Qué sería de las guerras sin los fotógrafos que las retratan?

Ningún dinero en el mundo puede pagar un oficio así.

El fotoperiodismo es una de las profesiones que más admiro. Más allá del peligro al que se expone el fotógrafo, que no es moco de pavo, el estrés sicológico y el debate ético que deben vivir estos profesionales por dentro es brutal.

El fotoperiodista prepara su maleta y toma el avión rumbo a un destino y con una misión clara y unívoca: documentar, retratar, describir, fotografiar, capturar, transmitir. Parece una misión sencilla: llego, me dedico a hacer fotos y listo.

Pero una vez sobre el terreno, aquello que el fotoperiodista debe documentar, muchas veces son masacres, muertes, violaciones de derechos humanos. Situaciones delicadas que aturden a cualquiera.

Niña llorando mientras su madre es arrestada
Niña llorando en la frontera, de John Moore

Muchas veces el fotoperiodista tiene que tomar decisiones críticas que ponen a prueba todo su sistema de valores, y las tiene que tomar en una fracción de segundo. Para realizar su trabajo de “documentalista” muchas veces el fotoperiodista tiene que hacer “encaje de bolillos” a nivel ético y filosófico para conseguir cuadrarlo todo, para poder volver al hotel al final del día con una tarjeta de memoria llena de historias que compartir con el mundo y, sobre todo, para poder conciliar el sueño y así poder levantarse al día siguiente para seguir cumpliendo su misión.

Cada vez que una fotografía “dura” ve la luz, el resto de los mortales que contemplamos la vida desde el confort de nuestro sofá, mullido y suave al tacto, nos erigimos como una autoridad moral, nos creemos poseedores de convicciones sólidas e inamovibles, y sin el más mínimo atisbo de empatía, sometemos la actitud del fotoperiodista de turno que fotografió a una persona muriéndose a un linchamiento verbal y a una lapidación moral, al más puro estilo de la Santa Inquisición.

Para transmitir la idea de este artículo he tenido que utilizar un ejemplo algo extremo. Evidentemente habrá situaciones en que el fotoperiodista pueda ayudar a una persona sin que su integridad corra peligro, sin que ello entre en conflicto con su misión periodística. Pero ahí no hay nada que debatir porque creo que ahí todos responderíamos al deber humano sin dudarlo.

Hoy quería poner el foco en las situaciones “menos obvias”, aquellas que suponen un conflicto moral interior en la cabeza del fotoperiodista, aquellas en las que el profesional debe tomar una decisión en una milésima de segundo, y en donde una decisión equivocada puede acabar con la carrera del fotoperiodista, con su vida, o incluso acabar con la imparcialidad (e inmunidad) del oficio de los fotoperiodistas en su conjunto y para siempre.

El chaleco de la inmunidad

En lugares con guerra, conflictos, y donde el zumbido de las balas forma parte de la vida cotidiana, hay dos tipos de chalecos que te pueden salvan la vida: el chaleco antibalas, y el chaleco, de tela fina, que lleva la palabra PRESS (Prensa) en la espalda.

Llevar un chaleco de prensa te coloca al margen del conflicto, te da (cierta) garantía de permanecer con vida, al menos en teoría, te permite realizar tu trabajo sobre el campo sin que te acribillen a balas.

Este chaleco solo es efectivo mientras la persona ejerza fotoperiodismo de manera estricta, mientras se limite a “fotografiar” la escena. En el momento en que el reportero decide “intervenir” en la escena y alterarla, en un sentido o en otro, el chaleco pierde su inmunidad.

¿Tú cómo lo ves? ¿Debería el fotoperiodista intervenir en la realidad que fotografía, aunque eso altere esa realidad, incluso si eso pone en juego su vida y su continuidad como fotoperiodista? ¿O crees que eso desvituaría el fotoperiodismo?

Dime qué piensas.

No podría dedicar mi vida al fotoperiodismo si no pensara que una fotografía tiene el poder para influir.

Lynsey Addario, Pulitzer 2009.